Unos no aprenden, otros no olvidan.

Por Javier Torres Seoane...
 
Presionado por un importante sector del empresariado, el Gobierno finalmente lanzó un paquete de medidas con el que espera que diversos proyectos de inversión puedan superar procedimientos que son vistos por el sector empresarial como trabas. Al ser planteadas estas medidas como “la” respuesta a la reducción del crecimiento en el primer trimestre del año, se quiere trasmitir la idea de que el único obstáculo para la inversión es la incapacidad de la burocracia estatal para cumplir con sus propios procedimientos.  

Así, de la noche a la mañana y en pleno proceso de construcción del Sistema Nacional de Certificación Ambiental (SENACE), se decide que los Estudios de Impacto Ambiental deben ser aprobados en 100 días, con funcionarios bajo amenaza de sanción si trasgreden un plazo que se ha establecido soslayando que una de las razones de creación del SENACE, precisamente, fue que las capacidades sectoriales para revisar estos estudios se veían rebasadas por el enorme volumen de información que implica un gran proyecto de inversión.  

Entre las medidas destinadas a “destrabar” las inversiones, se ha aprobado también que el Ministerio de Cultura deba emitir Certificado de Inexistencia de Restos Arqueológicos (CIRA) en 30 días, pasados los cuales se aplicará el silencio administrativo positivo que permitirá a los proyectos, que los hayan requerido, proceder sin mayor condición. Aunque es cierto que el sector ha tenido enormes dificultades en el procedimiento de emisión de dicho certificado, el remedio puede ser peor que la enfermedad: si el Ministerio no tiene la capacidad de emitirlos oportunamente, menos podrá hacerlo con tanta rapidez. En ese sentido, la medida equivale a eliminar el control, lo que no parece ser la mejor manera de preservar nuestro patrimonio.

De otro lado, empiezan a escucharse voces que ponen en cuestión la consulta previa incluso para los pueblos indígenas de la Amazonía, como la de Daniel Saba, expresidente de Perupetro, quien habla de pobladores “nómades” deambulando por la selva prestos a establecerse una vez que se encuentran con un gran proyecto petrolero. O Miguel Palomino, del Instituto Peruano de Economía–IPE, quien cuestiona las negociaciones para la entrega de recursos (dinero, proyectos o utilidades) que diversas empresas han llevado a cabo con comunidades y pueblos, pues a su entender son la causa de la falta de rentabilidad de los proyectos mineros. Como si viviéramos aislados del mundo real, donde los precios de los minerales han caído, sin garantía de remontar.  

Asistimos a una nueva ola de mensajes y declaraciones que cuestionan acuerdos construidos con enorme dificultad, como el acuerdo marco de Espinar o la negociación entre Anglo American y el Gobierno y la sociedad moqueguana. Que no nos sorprenda que pronto se empiece a cuestionar la distribución del canon minero o que se inicie en los próximos meses una nueva ola de conflictos sociales. Es claro que un sector del país, que solo piensa en su renta minera, no ha aprendido las lecciones de nuestro pasado reciente. Hasta el presidente Ollanta Humala parece haber olvidado que el paro amazónico, que terminó en el trágico Baguazo, empezó cuando se quiso cambiar las reglas de juego para decidir sobre los recursos naturales, afectando el derecho de las comunidades.

Entramos a un nuevo contexto en el que las leyes son relativas y se relajan o mediatizan según sea la necesidad. Un contexto en el que reglamentos y normas generadas por la preocupación nacional e internacional sobre recursos y medio ambiente son presentados como caprichos de la burocracia y no como reglas de juego para decidir sobre elementos centrales de la vida de toda sociedad: la naturaleza, la vida de las personas, y una historia que es patrimonio de todos los peruanos y peruanas.

Fuente: Diario16
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